Madre de Todos

Por Darshan Lotichius

La puerta del coche de nuestro vecino estaba muy rayada. El dueño de la casa, un dentista, había lijado la zona dañada de la puerta del conductor, pero eso sólo había servido para resaltar la necesidad de repintar toda la puerta. El niño que yo era entonces, normalmente desatento a las preocupaciones sobre los coches, no pudo evitar fijarse en la gran mancha de lo que, por lo demás, era un impecable vehículo de clase media-alta de los años sesenta.

 

Una mañana, mi amigo y yo estábamos jugando alegremente en la calle. De repente, la familia del dentista salió de su casa: el padre, la madre y las dos hijas mayores, que me recordaron a las hermanastras de Cenicienta en la película de animación de Disney.

Nos llamaron y nos preguntaron si, por casualidad, habíamos dañado su coche. Mi amigo se apresuró a desaparecer. “Yo no tengo nada que ver”, dijo, y en un momento se fue.

Yo también quise irme, pero la familia se aprovechó de mi lentitud para acorralarme y soltar una serie de acusaciones.

“¡Te vi hacerlo, en la bicicleta de… (seguido del nombre de una chica que no conocía)!”.

“¡Sabemos que lo hiciste y deberías dejar de mentir al respecto!”.

“¡Confiesa y todo irá bien!”

Al final confesé la ofensa. Su animosidad se derritió y se convirtió en el alma de la amabilidad. Mi miedo desapareció. Me fui a casa y lo olvidé todo.

Esa noche, sin embargo, el dentista toco el timbre de nuestra casa. Venía a reclamar el dinero de la reparación de su coche. Mi padre estaba un poco enfadado conmigo, no por la supuesta travesura que había hecho, sino porque no se lo había contado.

Esa omisión, por supuesto, no había sido intencionada. Como no había cometido el delito, simplemente lo había olvidado. En cualquier caso, mi padre pagó los desperfectos y el asunto pareció zanjarse.

Unos años más tarde, sin embargo, volvió a surgir durante un momento de conversación tranquila con mi madre. A veces se presentaban ocasiones tan cercanas e informales. Yo estaba tumbado en el sofá y ella sentada a mi lado.

“¿De verdad fuiste tú quien dañó el coche del dentista en ese entonces?”, preguntó de sopetón.

“No, no fui yo”, respondí.

“Nunca pensé que lo fueras”, contestó ella. “Simplemente el no quería pagar la costosa reparación del coche”.

Y ahí se acabó el asunto.

Esta conversación destaca entre los muchos recuerdos que tengo de mi madre. No tenía ninguna lección. No hablaba de la falta de fiabilidad de la naturaleza humana ni cosas por el estilo. Tampoco trató de sintonizar con lo que yo sentía por la forma en que aquellos vecinos me habían acosado. Ella mostró con calma cierto conocimiento intuitivo de quién era yo, transmitiéndome así una sensación de seguridad y felicidad.

Esta insignificante tragedia infantil me vino a la mente cuando volví a leer un capítulo del libro de Swami Kriyananda, La vía hindú del despertar. Probablemente leeré ese capítulo, “La Madre Divina”, muchas veces. En él, Swami relata una experiencia que tuvo con su propia madre:

Cuando sólo tenía nueve años, el médico recomendó que me enviaran a la escuela en Suiza por mi salud. Nuestra familia vivía en Rumania, a un universo de distancia, me parecía a mí. Había crecido hablando inglés, alemán y rumano, pero no francés, que era el idioma de mi nuevo entorno. Echaba de menos mi hogar y me sentía desesperadamente infeliz.

Al cabo de unos meses, mi madre vino a visitarme. La vi por primera vez subiendo la calle desde la estación de tren, y sus pasos demostraban su deseo de volver a estar conmigo. ¡Qué alegría sentí! Aún hoy, ese recuerdo me hace llorar.

A partir de recuerdos como éstos, podemos desarrollar un nuevo y revolucionario acercamiento a Dios: extraer todo lo relacionado con la maternidad de nuestras propias experiencias vitales y convertirlo en el foco principal de nuestra devoción. En este proceso, debemos trascender los altibajos que suelen aquejar a toda relación humana y meditar sobre el núcleo dorado: el amor incondicional. Visualiza este amor de formas que te atraigan, deja que se convierta en tu Divina, tu verdadera Madre. Gradualmente ella emergerá del reino de los sueños de tu mente subconsciente; ampliará tus percepciones de la realidad, ya que los recursos limitados de tu pequeño yo se verán aumentados por los recursos infinitos de tu Yo mayor. Ella transformará tu consciencia y cambiará tu vida como ninguna otra persona en la tierra podría hacerlo jamás.

Puede que te cueste algún esfuerzo. Paramhansa Yogananda, en su Autobiografía de un yogui, relata cómo procesó la traumática pérdida de su madre terrenal a la edad de once años. Durante años asaltó las puertas del Cielo, antes de que Ella apareciera para darle palabras de curación final y definitiva:

Muchas veces te he alimentado con leche
De los pechos de muchas madres.
Esta vez, los amorosos ojos negros de tu madre,
Aunque perdidos por poco tiempo,
No eran nadie más que Yo, Mi mismo Ser.
Siempre te he amado, siempre te amaré.

Durante siglos, nuestra relación con Dios se ha visto perturbada por amenazas de condenación eterna, de pecado original, de encarcelamiento y constricciones religiosas. Ahora Yogananda nos ofrece una opción nueva, mucho más luminosa: una relación que ya no es la de un convicto con sus jueces, sino la de un niño con su Madre Cósmica.

Este nuevo enfoque bien puede haber sido la pauta más importante que Swami Kriyananda aprendió de su Gurú, y la está transmitiendo a todos aquellos que se sienten en sintonía con su discipulado. Es el principio básico sobre el que construyó Ananda Sangha.

Cuando Swamiji terminó de escribir su capítulo sobre la Madre Divina, lo imprimió y lo trajo al Templo de la Luz, aquí en Ananda Asís, para dar uno de sus satsangs más memorables. Habló en italiano sobre lo especial de la maternidad en la naturaleza: cómo una madre sufre para dar a luz y luego entra en un flujo de entrega que es su verdadera naturaleza. No estaba idealizando a las madres humanas. Contemplaba la esencia misma de la maternidad. En cierto momento, en el flujo del entusiasmo, Swami pareció olvidarse de nosotros, su audiencia; habló directamente a Ella, su Madre Divina, en términos más íntimos de lo que todos estábamos acostumbrados. Pero sus palabras y el tono de su voz personificaban un acercamiento a Dios que todos podemos explorar:

Te he dado mi vida, dijo, todo lo que soy, todo lo que he hecho. No puedes rechazarme. Tienes que venir.

2 comentarios

  1. Que historia tan hermosa, realmente es muy fácil conectamos con Dios a través de la madre divina recordando algo que nos conecta con nuestra madre terrenal.

  2. Alexander Aristizábal Cardona

    La maternidad con nuestra madre terrenal es el primero escenario donde experimentamos el amor verdadero, el regocijo, la entrega, la incondicionalidad, cuando ahondamos nuestra comprensión logramos sentir en nuestro corazón que Dios en su manifestación como energía femenina es quien no ha dado este regalo, además que desde nuestra propia devoción nuestra Madre terrenal representa todas las madres. Amén.

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