Capítulo 40

Regreso a la India

   Respiraba agradecido el bendito aire de la India. Nuestro barco, Rajputana, atracó el 22 de Agosto en el inmenso puerto de Bombay. Incluso éste, mi primer día fuera del barco, fue un anticipo del año que teníamos por delante, doce meses de incesante actividad. Los amigos se habían reunido en el muelle con guirnaldas y bienvenidas; a continuación, en nuestra suite del hotel Taj Mahal, había un torrente de periodistas y fotógrafos.

   Bombay era una ciudad nueva para mí; la encontré activamente moderna, con muchas innovaciones occidentales. Palmeras a lo largo de amplios bulevares; magníficas construcciones estatales que se disputaban el interés con los antiguos templos. No obstante dedicamos muy poco tiempo a hacer turismo; yo estaba impaciente, ansioso por ver a mi amado gurú y a los demás seres queridos. Enviando nuestro Ford al furgón de equipajes, nuestro grupo pronto corría en el tren hacia el Este, hacia Calcuta1.

   A nuestra llegada a la estación de Howrah se había reunido tal multitud para recibirnos, que durante un tiempo fuimos incapaces de descender del tren. El joven Maharajá de Kasimbazar y mi hermano Bishnu encabezaban el comité de recepción; yo no esperaba el calor y la magnitud de nuestra bienvenida.

   Precedidos por una fila de automóviles y motocicletas, y en medio del alegre sonido de tambores y caracolas, la Señora Bletch, el Señor Wright y yo, cubiertos de guirnaldas de flores desde los pies a la cabeza, nos dirigimos en el coche, que se movía despacio, a casa de mi padre.

   Mi anciano padre me abrazó como si hubiera regresado de la muerte; nos miramos uno a otro largamente, mudos de alegría. Hermanos y hermanas, tíos, tías y primos, alumnos y amigos de tantos años pasados, se agrupaban entorno a mí; nadie entre nosotros tenía los ojos secos. Pasada ahora a los archivos del recuerdo, la escena de la cariñosa reunión se mantiene vívida, inolvidable en mi corazón.

   Y en cuanto al encuentro con Sri Yukteswar, me faltan palabras; dejemos que la descripción de mi secretario las supla.

   “Hoy, lleno de la mayor ilusión, conduje a Yoganandaji desde Calcuta a Serampore”, recoge el Señor Wright en su diario de viaje. “Pasamos por establecimientos pintorescos, uno de ellos el lugar favorito para comer de Yoganandaji durante sus días de universidad, y por último entramos en una callejuela estrecha, amurallada. Una cerrada curva a la izquierda y allí, ante nosotros, se elevaba el sencillo pero inspirador ashram de dos pisos, con su corredor de estilo español sobresaliendo en el piso superior. La impresión que lo impregnaba todo era de una pacífica soledad.

   “Con profunda humildad entré caminando tras Yoganandaji en el patio interior de la ermita. Latiéndonos deprisa el corazón, subimos unos viejos escalones de cemento, pisados, sin duda, por miríadas de buscadores sinceros. La tensión crecía en intensidad a cada paso. Ante nosotros, casi en lo alto de las escaleras, apareció silenciosamente el Gran Uno, Swami Sri Yukteswarji, de pie en la noble pose de un sabio.

   “Mi corazón palpitaba, y se ensanchó al sentirme bendecido por el privilegio de estar en su sublime presencia. Las lágrimas nublaron mi vista ansiosa cuando Yoganandaji se dejó caer de rodillas y, con la cabeza inclinada, ofreció el saludo y la gratitud de su alma, tocando con las manos los pies de su gurú y a continuación, en humilde obediencia, su propia cabeza. Después se levantó y fue abrazado en ambos lados del pecho por Sri Yukteswarji.

   “Al principio no intercambiaron ni una palabra, pero en las mudas frases del alma se expresaba el sentimiento más intenso. ¡Cómo brillaban y se encendían sus ojos con el calor de la unión renovada del alma! Una tierna vibración recorría el tranquilo patio e incluso el sol esquivó las nubes para añadir un repentino resplandor de gloria.

   “Arrodillado ante el maestro, ofrecí mi propio e inexpresado amor y agradecimiento tocando sus pies, callosos por el paso del tiempo y el servicio, y recibí su bendición. Entonces me puse en pie y me encontré con dos bellos y profundos ojos, que ardían de introspección y no obstante estaban radiantes de felicidad. Entramos en la sala, cuyo frente se abría a la balconada exterior que habíamos visto desde la calle. El maestro se agarró a un gastado sofá cama y se sentó en un colchón cubierto en el suelo de cemento. Yoganandaji y yo nos sentamos junto a los pies del gurú, utilizando almohadones de color naranja para apoyarnos y hacer más fácil nuestra postura en la alfombra de paja.

   “Intenté una y otra vez descifrar la conversación en bengalí entre los dos swamijis, pues descubrí que el inglés no existe cuando están juntos, a pesar de que Swamiji Maharaj, como llaman algunos al gran gurú, lo habla, y lo hace con frecuencia. Pero recibí la santidad del Gran Uno a través de su reconfortante sonrisa y el brillo de sus ojos. Una cualidad fácilmente apreciable en su profunda pero alegre conversación, es la categórica veracidad de sus declaraciones, señal de un hombre sabio, seguro de su saber porque conoce a Dios. Su gran sabiduría, capacidad de decisión y determinación, son patentes en todo.

   “Estudiándolo con reverencia pude notar que es de complexión fuerte, atlética, curtida por las pruebas y los sacrificios de la renuncia. Su pose es majestuosa. Una frente elevada con resolución, como si buscara el cielo, domina su divino semblante. Tiene una nariz bastante grande y poco atractiva, con la que se divierte en momentos ociosos, tirando de ella y moviéndola con los dedos, como un niño. Sus poderosos ojos oscuros están circundados por un etéreo anillo azul. Su pelo, partido al medio, comienza siendo plateado y cambia a mechas plateado-doradas y plateado-negras, terminando en rizos por encima de los hombros. Su barba y bigote son escasos, o los ha perdido, pero parecen enmarcar sus rasgos y, como su carácter, son al mismo tiempo graves y ligeros.

   “Tiene una risa divertida y jovial que sale de lo profundo del pecho, haciendo que todo su cuerpo se sacuda y estremezca muy alegre y sinceramente. Su rostro y su estatura chocan por su poder, como sus musculosos dedos. Camina con paso digno y postura erecta.

   “Estaba vestido con el dhoti y la camisa ordinarios, ambos en su día de fuerte color ocre, pero ahora de un naranja desvaído.

   “Mirando a mi alrededor, observé que la habitación, casi desvencijada, hacía pensar en su propia falta de apego a las comodidades materiales. Las grandes paredes blancas de la habitación, manchadas por el tiempo, tenían vetas de desteñida escayola azul. En uno de los extremos de la habitación colgaba un retrato de Lahiri Mahasaya, con una guirnalda como rasgo de sencilla devoción. Había también una vieja fotografía que mostraba a Yoganandaji cuando llegó por primera vez a Boston, de pie junto a otros delegados al Congreso de Religiones.

   “Observé una pintoresca concurrencia de cosas modernas y anticuadas. Una inmensa lámpara de cristal tallado estaba cubierta de telarañas por falta de uso y en la pared había un calendario de colores fuertes pasado de fecha. Toda la habitación emanaba una fragancia de paz y calma. Más allá del balcón podía ver los cocoteros elevándose por encima de la ermita, protegiéndola silenciosos.

   “Es interesante observar que el maestro sólo tiene que dar una palmada, y antes de que termine, es servido o asistido por algún discípulo joven. Por cierto que me sentí muy atraído por uno de ellos, un chico delgado, llamado Prafulla2, de largo pelo negro hasta los hombros, el más penetrante par de chispeantes ojos negros y una sonrisa celestial; al elevarse las comisuras de su boca sus ojos centellean, tal como las estrellas y la luna aparecen al anochecer.

   “Obviamente la dicha de Swami Sri Yukteswarji es enorme al regresar su ‘creación’ (y parece un tanto curioso a cerca de la ‘creación de su creación’). No obstante, la sabiduría que predomina en el Gran Uno oculta la expresión externa de sus sentimientos.

   “Yoganandaji se presentó con algunos regalos, como es costumbre cuando el discípulo vuelve a su gurú. Más tarde nos sentamos para una comida sencilla pero bien preparada. Todos los platos combinaban arroz y verduras. Sri Yukteswarji quedó complacido de que yo adoptara ciertas costumbres indias, ‘comer con los dedos’, por ejemplo.

   “Tras muchas horas de frases lanzadas en bengalí e intercambio de cálidas sonrisas y miradas dichosas, rendimos obediencia a sus pies, nos despedimos con un pronam3, y salimos para Calcuta con el recuerdo imperecedero de un encuentro y bienvenida sagrados. Aunque hablo sobre todo de mis impresiones externas sobre él, no obstante fui consciente en todo momento del verdadero fundamento del santo, su gloria espiritual. Sentí su poder y llevaré este sentimiento como mi bendición divina”.

   Yo había traído muchos regalos para Sri Yukteswar de América, Europa y Palestina. Los recibió sonriente, pero sin comentarios. Para mi uso personal había comprado en Alemania una combinación de paraguas-bastón. En la India decidí dar el bastón al Maestro.

   “¡Aprecio realmente este regalo!”. Los ojos de mi gurú se volvieron hacia mí con cariñoso reconocimiento al hacer este insólito comentario. De todos los regalos, fue el bastón lo que eligió para enseñar a las visitas.

   “Maestro, por favor, permítame traerle una alfombra nueva para la sala”. Había notado que la piel de tigre de Sri Yukteswar estaba sobre una alfombrilla rota.

   “Hazlo si lo deseas”. La voz de mi gurú no mostraba entusiasmo. “Mira, mi estera de tigre es buena y está limpia; soy un monarca en mi pequeño reino. Más allá se extiende el vasto mundo, interesado únicamente en las apariencias”.

   Al pronunciar estas palabras sentí que los años retrocedían; de nuevo era yo un joven discípulo, ¡purificado en el fuego cotidiano de la regañina!

   Tan pronto como pude despegarme de Serampore y Calcuta, partí para Ranchi, con el Señor Wright. ¡Qué bienvenida, una verdadera ovación! Los ojos se me llenaban de lágrimas al abrazar a los generosos profesores que habían mantenido la bandera de la escuela ondeando durante mis quince años de ausencia. Los radiantes rostros y las sonrisas felices de los alumnos internos y externos, eran un amplio testimonio del valor de su polifacética escuela y la preparación en yoga.

   Pero desgraciadamente la institución de Ranchi estaba en alarmantes dificultades económicas. Sir Manindra Chandra Nundy, el viejo Maharajá cuyo palacio de Kasimbazar había sido convertido en el edificio central de la escuela y que había dado muchos donativos espléndidos, había muerto. Muchos de los aspectos de gratuidad y beneficencia de la escuela estaban en peligro por falta de suficiente apoyo público.

   No había pasado varios años en América para no aprender algo de su sabiduría práctica, su espíritu indomable ante los obstáculos. Me quedé una semana en Ranchi, luchando contra los problemas más apremiantes. Después vinieron entrevistas en Calcuta con destacados líderes y educadores, una larga conversación con el joven Maharajá de Kasimbazar, una apelación financiera a mi padre, y los tambaleantes cimientos de Ranchi comenzaron a enderezare. Entre los muchos donativos, hubo un abultado cheque de mis estudiantes americanos que llegó justo a tiempo.

   Pocos meses después de mi llegada a la India tuve la dicha de ver la escuela de Ranchi constituída legalmente. El sueño de mi vida de fundar un centro educativo de yoga, se hizo realidad. Esta visión me había guiado en los humildes comienzos de 1917, con un grupo de siete muchachos.

   En el decenio de 1935, Ranchi ha extendido su campo de acción más allá de la escuela para niños. En la Shyama Charan Lahiri Mahasaya Mission, se sostienen actividades humanitarias muy amplias.

   La escuela, o Yogoda Sat-Sanga Brahmacharya Vidyalaya, imparte clases al aire libre de enseñanza secundaria y materias de bachillerato. Los alumnos internos y externos reciben también preparación vocacional de distintos tipos. Los propios chicos regulan la mayoría de sus actividades por medio de comités autónomos. En mi experiencia como educador, descubrí muy pronto que los chicos que disfrutan burlándose socarronamente del profesor, aceptan tranquilamente las normas disciplinarias impuestas por sus condiscípulos. No habiendo sido nunca yo mismo un alumno modélico, en seguida me solidarizaba con las travesuras y problemas de los muchachos.

   Se alientan los deportes y juegos; los campos resuenan con la práctica del hockey y el fútbol. Los alumnos de Ranchi resultan con frecuencia ganadores en los acontecimientos deportivos. El gimnasio al aire libre es conocido extensamente. El rasgo distintivo del método Yogoda es la recarga de los músculos por medio de la fuerza de voluntad: dirigiendo la energía vital mentalmente a cada parte del cuerpo. Los chicos también aprenden asanas (posturas), juego de lathi (palo) y espada y jiu-jitsu. A las Muestras de Curación Yogoda, en la Vidyalayade Ranchi, han asistido miles de personas.

   La instrucción en materias de primera enseñanza se da en hindi a los kols, santals y mundas, tribus aborígenes de la provincia. Las clases para chicas sólo se organizan cerca de los pueblos.

   La característica exclusiva de Ranchi es la iniciación en Kriya Yoga. Los muchachos realizan diariamente sus prácticas espirituales, cantan el Gita y aprenden por medio de preceptos y del ejemplo las virtudes de la simplicidad, el sacrificio personal, el honor y la veracidad. Se les señala el mal como aquello que produce sufrimiento; el bien como aquellas acciones que aportan auténtica felicidad. El mal puede compararse a miel envenenada, que tienta pero está cargada de muerte.

   Superar la inquietud corporal y mental por medio de técnicas de concentración ha alcanzado resultados sorprendentes: en Ranchi no es una novedad ver a un pequeño de nueve o diez años sentado en una misma postura durante una hora o más, con la mirada fija en el ojo espiritual. A menudo la imagen de estos estudiantes de Ranchi me viene a la mente cuando observo a colegiales, de cualquier parte del mundo, que apenas son capaces de sentarse quietos durante una sola clase4.

   Ranchi se encuentra a 600 metros sobre el nivel del mar; el clima es templado y estable. Las 10 hectáreas de terreno, junto a un gran estanque apto para bañarse, albergan uno de los más hermosos huertos de la India, con quinientos árboles frutales que producen mangos, guayabas, litchis, jackfruits, dátiles. Los chicos cultivan sus propias hortalizas e hilan sus charkas.

   Los visitantes tienen abierta con toda hospitalidad una casa de huéspedes. La biblioteca de Ranchi contiene numerosas revistas y cerca de mil volúmenes en inglés y bengalí, donaciones de Oriente y Occidente. Existe una colección de las escrituras sagradas del mundo. Un museo bien clasificado ofrece muestras arqueológicas, geológicas y antropológicas; la mayoría de ellas trofeos de mi deambular por la variada tierra del Señor.

   El dispensario y el hospital de beneficencia de la Lahiri Mahasaya Mission, con muchas filiales al aire libre en pueblos lejanos, ha atendido ya a 150.000 pobres de la India. Los alumnos de Ranchi se preparan en primeros auxilios y han proporcionado a su provincia un servicio digno de elogio en momentos trágicos de inundaciones o hambre.

   En la huerta hay un templo de Shiva con una estatua del bendito maestro Lahiri Mahasaya. Las oraciones diarias y las clases sobre las escrituras tienen lugar en el jardín, bajo la enramada de mangos.

   Se han abierto secciones delegadas de la escuela secundaria, con las mismas características de internado y yoga de Ranchi. Ahora son florecientes. Son la Yogoda Sat-Sanga Vidyapith (Escuela) para chicos, en Lakshmanpur, Bihar; y la ermita e Instituto Yogoda Sat-Sanga en Ejmalichak, Midnapore.

   En Dakshineswar, junto al Ganges, se inauguró un majestuoso Yogoda Math en 1939. A muy pocos kilómetros de Calcuta, la nueva ermita ofrece un refugio de paz para los habitantes de la ciudad. Existe alojamiento para huéspedes occidentales y especialmente para aquellos buscadores que han dedicado intensamente sus vidas a la realización espiritual. Las actividades del Yogoda Math incluyen el envío quincenal de las enseñanzas de Self-Realization Fellowship a estudiantes de distintas partes de la India.

   No es necesario decir que todas estas actividades educativas y humanitarias han requerido el servicio sacrificado y la devoción de muchos profesores y trabajadores. No cito aquí sus nombres, porque son demasiado numerosos; pero cada uno de ellos tiene un luminoso lugar en mi corazón. Inspirados por los ideales de Lahiri Mahasaya, estos profesores han abandonado prometedoras metas mundanas para servir humildemente, para dar enormemente.

   El Señor Wright enseguida hizo amistad con los chicos de Ranchi; vestido con un sencillo dhoti, vivió durante un tiempo entre ellos. En Ranchi, Calcuta, Serampore, allí a donde íbamos, mi secretario, que tiene un gran don para la descripción, sacaba su diario de viaje y recogía sus aventuras. Una noche le hice una pregunta.

   “Dick, ¿cuál es su impresión de la India?”.

   “Paz”, dijo pensativo. “El aura racial es paz”.

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1 Interrumpimos nuestro viaje en las Provincias Centrales, en mitad del continente, para ver a Mahatma Gandhi en Wardha. Esos días se describen en el capítulo 44. Volver

2 Prafulla era el muchacho que estaba sentado con el Maestro cuando se acercó una cobra (ver página +) Volver

3 Literalmente, “nombre sagrado”, una palabra de saludo entre los hindúes, acompañada con las palmas de las manos unidas que se elevan desde el corazón a la frente a modo de saludo. En la India, el pronam hace las veces del saludo occidental de estrecharse la mano. Volver

4 El entrenamiento mental por medio de ciertas técnicas de concentración, ha producido en todas las generaciones indias hombres de memoria prodigiosa. Sir T. Vijaraghavachari, en el Hindustan Times, describió las pruebas que se les pusieron a los modernos profesionales “hombres de memoria” de Madrás. “Estos hombres”, escribió, “tenían un conocimiento fuera de lo común de literatura sánscrita. Sentados en medio de una gran audiencia, superaban todas las pruebas que distintos miembros de la audiencia les planteaban simultáneamente. Las pruebas podían ser así: una persona comenzaba a tocar una campana, el ‘hombre de memoria’ tenía que contar el número de toques. Una segunda persona dictaba un largo ejercicio aritmético escrito en un papel, que implicaba suma, resta, multiplicación y división. Una tercera recitaba una larga serie de poemas del Ramayana o el Mahabharata, que tenían que ser repetidos; una cuarta, planteaba problemas de versificación que necesitaban la composición de versos en la métrica adecuada al tema dado, terminando cada verso en una palabra concreta. Un quinto hombre discutía sobre teología con un sexto, sus palabras exactas tenían que ser citadas en el orden preciso en que las proferían quienes discutían y un séptimo hombre estaba durante todo ese tiempo haciendo girar una rueda, cuyo número de revoluciones tenía que contarse. El experto en memoria tenía que hacer todas estas proezas únicamente por un proceso mental, ya que no se le permitía usar papel y lápiz. La tensión de todas las facultades tiene que ser tremenda. Los hombres corrientes, inconscientemente envidiosos, pueden despreciar tales esfuerzos afectando creer que sólo involucran el ejercicio de las funciones inferiores del cerebro. Sin embargo, no es puramente una cuestión de memoria. El factor decisivo es la enorme concentración mental. Volver

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