Capítulo 32

Rama es Rescatado de la Muerte

   “En aquel tiempo había cierto hombre enfermo, llamado Lázaro… Cuando Jesús lo supo, dijo, ‘Esta enfermedad no es mortal, sino para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea así glorificado’”1.

   Una soleada mañana, Sri Yukteswar estaba explicando las escrituras cristianas en el corredor de la ermita de Serampore. Además de algunos otros discípulos del Maestro, yo estaba allí con un pequeño grupo de alumnos de Ranchi.

   “En este pasaje Jesús se llama a sí mismo el Hijo de Dios. Aunque estaba realmente unido con Dios, esta referencia tiene un profundo significado impersonal”, explicó mi gurú. “El Hijo de Dios es el Cristo o Conciencia Divina existente en el hombre. Ningún mortal puede glorificar a Dios. La única honra que el hombre puede ofrecer a su Creador es buscarle; el hombre no puede glorificar una Abstracción que no conoce. La “gloria” o halo alrededor de la cabeza de los santos, es un testimonio simbólico de su capacidad para rendir homenaje divino”.

   Sri Yukteswar continuó leyendo la maravillosa historia de la resurrección de Lázaro. Al concluir se sumió en un largo silencio, el libro sagrado abierto en sus rodillas.

   “Yo tuve el privilegio de contemplar un milagro similar”. Dijo finalmente mi gurú con solemne unción. “Lahiri Mahasaya resucitó a uno de mis amigos de la muerte”.

   Los muchachos sentados a mi lado sonrieron con vivo interés. También en mí había suficientes dosis de chiquillo para disfrutar no sólo de la Filosofía, sino, especialmente, de las historias que conseguía que Sri Yukteswar contara sobre sus extraordinarias experiencias con su gurú.

   “Mi amigo Rama y yo éramos inseparables”, comenzó el Maestro. “Como era vergonzoso y solitario, decidió visitar a nuestro gurú, Lahiri Mahasaya, sólo a medianoche y al amanecer, en ausencia de la multitud de discípulos que le visitaban durante el día. Siendo el amigo más íntimo de Rama, yo le servía como válvula de escape por la que dejar salir la riqueza de sus percepciones espirituales. Yo encontraba inspiración en este compañero ideal”. El rostro de mi gurú se dulcificó con los recuerdos.

   “De pronto Rama fue sometido a una difícil prueba”, continuó Sri Yukteswar. “Contrajo el cólera asiático. Nuestro maestro jamás ponía objeciones a recurrir a los servicios médicos en momentos de enfermedades graves; se consultó a dos especialistas. En medio del frenético ajetreo por atender al enfermo, yo oraba profundamente pidiendo la ayuda de Lahiri Mahasaya. Corrí a su casa y, sollozando, le conté lo que sucedía.

   “‘Los médicos han visto a Rama. Se pondrá bien’. Mi gurú sonreía jovialmente.

   “Volví alegre junto a mi amigo, le encontré moribundo.

   “‘No durará más de una o dos horas’, me dijo uno de los médicos con gesto desesperado. Me precipité de nuevo a casa de Lahiri Mahasaya.

   “‘Los médicos son hombres concienzudos. Estoy seguro de que Rama se curará’. El maestro me despidió alegremente.

   “Al llegar junto a Rama los dos médicos se habían ido. Uno de ellos me había dejado una nota: ‘Hemos hecho todo lo que estaba en nuestra mano, pero es un caso sin esperanza’.

   “Mi amigo era verdaderamente el retrato de un moribundo. Yo no comprendía cómo era posible que las palabras de Lahiri Mahasaya no se hicieran realidad. Al ver cómo la vida se retiraba rápidamente de Rama pensé: ‘Todo se acabó’. Sacudido así por las olas de los mares de la fe y la duda inquieta, atendí a mi amigo lo mejor que pude. Se despertó y gritó:

   “‘Yukteswar, vete corriendo al maestro y dile que me voy. Pídele que bendiga mi cuerpo antes de los últimos ritos’. Con estas palabras Rama suspiró pesadamente y se entregó al espíritu2.

   “Lloré durante una hora sobre su amada forma. Él que había amado siempre la tranquilidad había alcanzado la quietud absoluta de la muerte. Llegó otro discípulo; le pedí que se quedara en la casa hasta que yo volviera. Medio aturdido, corrí de nuevo junto a mi gurú.

   “‘¿Cómo está Rama?’. La cara de Lahiri Mahasaya era muy risueña.

   “‘Señor, pronto verá cómo está’, se me escapó emocionado. ‘Dentro de pocas horas verá su cuerpo, antes de que sea llevado a los terrenos de cremación’. Me derrumbé y gemí abiertamente.

   “‘Yukteswar, contrólate. Siéntate en calma y medita’. Mi gurú entró en samadhi. Pasaron la tarde y la noche sin que nada rompiera el silencio; yo me esforzaba sin éxito por recuperar la serenidad interior.

   “Al amanecer Lahiri Mahasaya me miró consoladoramente. ‘Veo que todavía estás agitado. ¿Por qué no me explicaste ayer que esperabas que yo ofreciera a Rama ayuda tangible en forma de algún medicamento?’. El maestro señaló una lámpara en forma de copa que tenía aceite crudo de castor. ‘Llena una botella pequeña con el contenido de esa lámpara; pon siete gotas en la boca de Rama’.

   “‘Señor’, protesté, ‘está muerto desde ayer al mediodía. ¿Para qué sirve ahora el aceite?’.

   “‘No te preocupes; simplemente haz lo que te pido’. La alegre expresión de Lahiri Mahasaya era incomprensible; yo sufría todavía el dolor sin alivio de la pérdida. Vertiendo un poco de aceite, me marché a casa de Rama.

   “Encontré el cuerpo de mi amigo rígido en brazos de la muerte. Sin prestar atención a su espantoso estado, le abrí los labios con el índice de mi mano derecha y con la mano izquierda y la ayuda del corcho, conseguí dejar caer las gotas de aceite en sus apretados dientes.

   “Cuando la séptima gota tocó sus fríos labios, Rama se estremeció con violencia. Sus músculos vibraron de pies a cabeza y se sentó sorprendido.

   “‘Vi a Lahiri Mahasaya resplandeciente’, exclamó. ‘Brillaba como el sol. “Levántate”, me ordenó    “abandona tu sueño”. “Ven a verme con Yukteswar’”.

   “Apenas podía creer lo que veían mis ojos cuando Rama se vistió por sí mismo y, después de la enfermedad mortal, estaba lo suficientemente fuerte para ir caminando hasta casa de nuestro gurú. Allí se postró ante Lahiri Mahasaya con lágrimas de gratitud.

   “El maestro estaba fuera de sí de alegría. Sus ojos me miraban centelleando maliciosamente.

   “‘Yukteswar’, dijo, ‘¡seguramente de ahora en adelante no dejarás de llevar contigo una botella de aceite de castor! Cada vez que veas un cadáver ¡le administras el aceite! ¡Qué duda cabe, siete gotas de aceite de lámpara desbaratarán los planes de Yama!’3.

   “‘Guruji, está usted burlándose de mí. No lo entiendo; por favor, señáleme la naturaleza de mi error’.

   “‘Te dije por dos veces que Rama se pondría bien; aún así no me creíste completamente’, explicó Lahiri Mahasaya. ‘Yo no estaba afirmando que los médicos fueran capaces de curarle; sólo indicaba que le atendieran. No había una relación de causalidad entre mis dos declaraciones. No quería entrometerme en el trabajo de los médicos; ellos también tienen que vivir’. Con una voz que resonaba de júbilo, mi gurú añadió, ‘Ten siempre presente que el infatigable Paramatman4 puede curar a cualquiera, con médico o sin él’.

   “‘Comprendo mi equivocación’, admití arrepentido. ‘Ahora me doy cuenta de que basta su simple palabra para comprometer a todo el cosmos’”.

   Cuando Sri Yukteswar terminó su impresionante relato, uno de los hechizados oyentes se aventuró a preguntar algo que, para un niño, era doblemente incomprensible.

   “Señor”, dijo, “¿por qué su gurú utilizó aceite de castor?”.

   “Hijo, el único sentido que tuvo aplicar el aceite de castor fue que yo esperaba algo material y Lahiri Mahasaya escogió el aceite que tenía cerca como símbolo objetivo para despertar en mí una fe mayor. El maestro permitió que Rama muriera porque yo había dudado en parte. Pero el gurú divino, habiendo dicho que el discípulo se pondría bien, sabía que así ocurriría, aunque tuviera que curar a Rama de la muerte, ¡una enfermedad normalmente terminal!”.

   Sri Yukteswar despidió al pequeño grupo y me señaló una manta para sentarme a sus pies.

   “Yogananda”, dijo con una gravedad inusual, “tú has estado rodeado desde tu nacimiento por discípulos directos de Lahiri Mahasaya. El gran maestro vivió su vida sublime en retiro parcial y negó con firmeza a sus seguidores el permiso para construir una organización basada en sus enseñanzas. Sin embargo hizo una predicción significativa.

   “‘Unos cincuenta años después de mi fallecimiento, dijo, ‘se escribirá mi vida, porque en Occidente se hará patente un profundo interés por el yoga. El mensaje del yoga abrazará todo el globo y ayudará a establecer la fraternidad que resulta de la percepción directa del Padre Único’.

   “Yogananda, hijo mío”, continuó Sri Yukteswar, “debes tomar parte en la expansión de ese mensaje y en escribir esa sagrada vida”.

   Los cincuenta años del fallecimiento de Lahiri Mahasaya en 1895, se cumplieron en 1945, el año en que se terminó el presente libro. No puedo sino sentirme impresionado por la coincidencia de que en el año 1945 comenzó una nueva era, la era de las revolucionarias energías atómicas. Todas las mentes reflexivas se vuelven como nunca antes lo hicieron hacia los urgentes problemas de la paz y la fraternidad, para que el uso continuado de la fuerza física no haga desaparecer a todos los hombres junto con los problemas.

   Aunque el género humano y sus obras desaparezcan sin dejar rastro como efecto del tiempo o de una bomba, el sol no vacilará en su curso; las estrellas mantendrán su vigilia invariable. La ley cósmica no puede ser suspendida o cambiada y el hombre haría muy bien poniéndose en armonía con ella. Si el cosmos está en contra del poder, si el sol no combate a los planetas, sino que se retira a su debido tiempo para conceder a las estrellas su pequeño dominio, ¿de qué sirve nuestro puño cerrado? ¿Puede salir de él la paz? No la crueldad, sino la buena voluntad, son las armas de las fuerzas del universo; una humanidad en paz conocerá los frutos inagotables de la victoria, más dulces que ninguno cultivado en un ensangrentado suelo.

   Una Unión de las Naciones efectiva, será la sociedad natural de los corazones humanos, sin nombre. La solidaridad general y una comprensión amplia, necesarias para curar las aflicciones de la tierra, no pueden manar de la simple consideración intelectual de la diversidad de los seres humanos, sino del conocimiento de la unidad del hombre, de su conexión con Dios. Que el yoga, la ciencia del contacto personal con la Divinidad, pueda extenderse con el tiempo a todos los hombres de todos los países, para hacer realidad el ideal más elevado del mundo, la paz por medio de la fraternidad.

   Aunque la civilización de la India es más antigua que ninguna otra, pocos historiadores se han dado cuenta de que su hazaña de supervivencia como nación no es de ningún modo un accidente, sino el resultado lógico de su devoción a las verdades eternas; devoción que la India ha ofrecido, por medio de sus hombres más destacados, en todas las generaciones. Gracias a su continuidad e inmutabilidad a lo largo del tiempo –¿pueden decirnos con certeza los grises eruditos su edad?– la India ha dado la respuesta más valiosa a los retos de cada momento.

   La historia bíblica5 de la súplica de Abraham al Señor para que la ciudad de Sodoma fuera perdonada si podían encontrarse en ella diez hombres justos, y la respuesta divina: “No la destruiré por los diez”, cobra nuevo significado a la luz de la India, que ha escapado al olvido de Babilonia, Egipto y otras poderosas naciones que un día fueron sus contemporáneas. La respuesta del Señor muestra claramente que un país vive, no gracias a los logros materiales, sino a los hombres que son sus obras maestras.

   Dejemos que las palabras divinas se escuchen de nuevo en este siglo veinte, dos veces teñido en sangre cuando sólo ha transcurrido su mitad: Ninguna nación que pueda aportar diez hombres grandes a los ojos del Juez Insobornable se extinguirá. Teniendo esta convicción presente, la India ha probado que no carece de ingenio frente a los miles de astucias del tiempo. En todos los siglos han santificado su suelo Maestros autorrealizados. Modernos sabios semejantes a Cristo, como Lahiri Mahasaya y su discípulo Sri Yukteswar, se levantan para proclamar que la ciencia del yoga es más esencial para la felicidad humana y la longevidad de una nación, que ningún avance material.

   La información publicada sobre la vida de Lahiri Mahasaya y su doctrina universal es escasa. Durante tres decenios, en la India, América y Europa, he encontrado un interés profundo y sincero en su liberador mensaje del yoga; ahora es necesario en Occidente, donde la vida de los grandes yoguis modernos es poco conocida, un relato escrito de la vida del maestro, tal como él predijo.

   En inglés no se han escrito más que uno o dos pequeños folletos sobre la vida del gurú. En 1941 apareció una biografía en Bengalí, Sri Sri6 Shyama Charan Lahiri Mahasaya. Fue escrita por mi discípulo Swami Satyananda, que ha sido durante muchos años el acharya (preceptor espiritual) de nuestro Vidyalaya en Ranchi. Traduje algunos pasajes de su libro y los he incorporado en esta parte dedicada a Lahiri Mahasaya.

   Lahiri Mahasaya nació en una piadosa familia de brahmines de antiguo linaje, el 30 de Septiembre de 1828. Su lugar de nacimiento fue el pueblo de Ghruni, en la región Nadia, cerca de Krishnagar, Bengala. Fue el hijo más joven de Muktakashi, la segunda esposa del estimado Gaur Mohan Lahiri. (Su primera esposa murió, después de tener tres hijos, en una peregrinación). La madre del chico falleció en su niñez; se sabe poco sobre ella, exceptuando el hecho revelador de que era una fervorosa devota del Señor Shiva 7, denominado en las escrituras el “Rey de los Yoguis”

   El niño Lahiri, al que se le dio el nombre de Shyama Charan, pasó sus primeros años en la casa ancestral en Nadia. A la edad de tres o cuatro años se le veía con frecuencia sentado bajo la arena en la postura de un yogui, con el cuerpo totalmente oculto, salvo la cabeza.

   La propiedad de Lahiri fue destruida en el invierno de 1833, cuando el cercano Río Jalangi cambió su curso y desapareció en las profundidades del Ganges. El río se llevó uno de los templos de Shiva fundado por los Lahiris, junto con la casa familiar. Un devoto rescató la imagen del Señor Shiva de las arremolinadas aguas y la situó en un nuevo templo, ahora muy conocido como el Ghurni Shiva Site.

   Gaur Mohan Lahiri y su familia dejaron Nadia y establecieron su residencia en Benarés, donde el padre erigió inmediatamente un templo a Shiva. Guió a su familia en la línea de la disciplina védica, con la observancia regular de las ceremonias de culto, obras de caridad y estudio de las escrituras. No obstante, como persona de amplias miras, no ignoró los beneficios de las ideas modernas.

   En Benarés, el niño Lahiri tomó lecciones, en grupo, de Hindi y Urdu. Asistió al colegio dirigido por Joy Narayan Ghosal, recibiendo instrucción en sánscrito, bengalí, francés e inglés. Se aplicó en el estudio profundo de los Vedas y siguió con entusiasmo debates sobre las escrituras de doctos brahmanes, incluyendo a un pundit Marhatta llamado Nag-Bhatta.

   Shyama Charan fue un joven cariñoso, amable y valiente, querido por todos sus compañeros. De cuerpo bien proporcionado, fuerte y lleno de vida, sobresalió en natación y muchas actividades de destreza.

   En 1846 Shyama Charan Lahiri se casó con Srimati Kashi Moni, hija de Sri Debnarayan Sanyal. Modelo de ama de casa india, Kashi Moni realizaba alegremente sus tareas del hogar y la obligación tradicional, como cabeza de familia, de servir a los invitados y a los pobres. Dos hijos santos, Tincouri y Ducouri, bendijeron la unión.

   En 1851, a la edad de 23 años, Lahiri Mahasaya pasó a ocupar el puesto de contable en el Departamento de Ingeniería Militar del gobierno inglés. Durante sus años de servicio obtuvo muchos ascensos. Así pues, no sólo fue un maestro a los ojos de Dios, sino que también tuvo éxito en el pequeño drama humano, donde representó el papel que le correspondió como funcionario que trabajaba en el mundo.

   A medida que cambiaban los cargos del Army Department, Lahiri Mahasaya fue transladado a Gazipur, Mirjapur, Danapur, Naini Tal, Benarés y otras localidades. A la muerte de su padre, Lahiri tuvo que asumir toda la responsabilidad de la familia, para quienes compró una tranquila resiendencia en el barrio Garudeswar Mohulla de Benarés.

   A los treinta y tres años, Lahiri vio realizado el objetivo por el que se había encarnado en la tierra. El rescoldo que había ardido lentamente durante tanto tiempo, recibió la oportunidad de inflamarse en una llama. Un decreto divino, que reposa apartado a la mirada de los seres humanos, opera misteriosamente para que todo se manifieste a su debido tiempo. Encontró a su gran gurú Babaji cerca de Ranikhet y fue iniciado por él en Kriya Yoga.

   Este momento feliz no ocurrió sólo para él; fue un momento prometedor para todo el género humano, muchos de cuyos miembros tuvieron más tarde el privilegio del regalo de Kriya que despierta el alma. El más elevado arte del yoga, perdido, o largamente desaparecido, fue traído de nuevo a la luz. Los hombres y mujeres espiritualmente sedientos encontraron por fin su camino hacia las frescas aguas del Kriya Yoga. Tal como en la leyenda hindú la Madre Ganges ofrece su trago divino a Bhagirath, el devoto muerto de sed, así el celestial torrente de Kriya se precipitó desde lo más recóndito del Himalaya a los polvorientos lugares frecuentados por los hombres.

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1 Juan 11:1-4. Volver

2 Generalmente una víctima del cólera mantiene la razón y toda la conciencia hasta el momento de la muerte. Volver

3 El dios de la muerte. Volver

4 Literalmente, “Alma Suprema”. Volver

5 Génesis 18:23-32. Volver

6 Sri, un prefijo que significa “santo”, se adjunta (generalmente dos o tres veces) a los nombres de los grandes maestros de la India. Volver

7 Forma parte de la trinidad divina, Brahma, Vishnu, Shiva, cuyas tareas en el universo son, respectivamente, la creación, preservación y disolución-restauración. Shiva (escrito a veces Siva), representado en la mitología como el Señor de los Renunciantes, se aparece en visiones a sus devotos bajo distintos aspectos, tales como Mahadeva, el asceta de pelo enmarañado y Nataraja, el Bailarín Cósmico. Volver

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